jueves, septiembre 10, 2009

A la carrera

Así ando, asdí que dejo un viejo texto de Marvin, para matar el tiempo:

Pánico

Para que la noche caiga no es necesario que el sol se oculte. En los laberintos de la propia inseguridad, en esos caminos internos, oscuros y húmedos como el que se recorre en el viejo convento del Desierto de los Leones, ahí la noche llega cuando el sol más brilla. Basta con asesinar el sentido común y dejarse llevar por las calamidades del inframundo.
Una vez que la mente aterriza en esos despoblados que se llenan de imágenes surrealistas según la historia de cada quien, comienza la aventura. Para llegar a sentir pánico se debe tener bien claro que la mejor manera de quitarse el olor fétido de la inmundicia es revocándose en ella. No hay mejor camino para llegar al éxtasis del terror que asumir que es real. Cerrar los ojos, colocarse los audífonos y dejarse llevar por alguna banda tétrica es un buen paseo por los caminos de la adrenalina. Incluso se puede jugar al ritualista: los discos de Antonio Zepeda y Jorge Reyes por ejemplo, son vehículos de alta velocidad que pueden llevar una mente sana al borde del abismo. Ahí donde las conchas de tortuga, los alientos tallados en madera sagrada, los tambores hipnóticos y los cantos rituales se hablan de tú con las fuerzas naturales, el pánico suele ser un invitado estelar. Cuando la mente está programada en una sintonía fantástica y corrosiva, la falta de entendimiento de un lenguaje o dialecto no es obstáculo. Cuando los discos se llamaban así, y no compact discs, la magia surgía de una aguja con punta de diamante que recorría los surcos del vinilo a 33 revoluciones y un tercio por minuto. No importa que el oyente jamás haya visitado la selva chiapaneca; que nunca recorriera a pie las míticas zonas de Palenque y Bonampak, perdidas hasta hace no muchos años en medio de árboles enormes, custodiadas por el grito salvaje de los monos que nunca se ven. Nada de eso cobraba relevancia cuando la música se metía entre los poros, llevando por las venas un cosquilleo helado que se enfatizaba con cada aullido del shaman. Levantarse después de una experiencia así obligaba a la sensibilidad. Las sombras cobran vida, los susurros provenientes de un jardín o un parque se transformaban en gritos de alguna persona torturada telepáticamente. Y el cosquilleo helado que comienza en la nuca se mantiene ahí, inmóvil, delirante.
Con esa sobre excitación de los sentidos dan ganas de salir a caminar. Las caras se transforman en masas carnosas sin mucha expresión, los movimientos captados por el rabillo del ojo cobran mayor relevancia de la que tienen, la música cualquiera que navega por el viento parece el lamento de alguna criatura de la oscuridad.
Llegar al pánico con la música es como llegar al orgasmo durante el sueño. En una noche de verano en que típicamente falla el suministro eléctrico, una dosis del Monotheist de Celtic Frost sonando desde un discman puede ser tan terrorífico como leer a Edgar Allan Poe a la luz de las velas, en medio del bosque. El ritmo deliberadamente lento, la repetición de las líneas de bajo, los quejidos en forma de melodía, las imágenes de Giger que adornan el arte del disco. Todo se acumula y genera ese pánico placentero que obliga a sentir los miembros mucho más pesados de lo que son. A los sonidos que llenan el campo auditivo se le pueden agregar dosis de imágenes sacadas de la literatura fantástica. No hay mejor pánico que el generado desde la experiencia individual del ejercicio de la imaginación. Por eso el terror en el cine suele ser apenas una sugerencia de sobresalto corporal; donde viven los monstruos de verdad es en la cabeza de las personas. Ahí, en ese lugar en el cual las formas del mal surgen desde los miedos más profundos y no de la visión de alguien más, es en donde reside el pánico real.
Sobrevivir indemne a un ataque de ese temor espectacular tiene el riesgo de crear adicción. Podrá parecer enfermo, pero beberse los miedos propios, conjurar los demonios de la introspección, soltar a los guardianes del orden y el equilibrio mental de vez en cuando, es tan exquisito como adormecer un poco los sentidos con una copa de whiskey o un buen libro de literatura fantástica. Finalmente en los confines de nuestra imaginación es imposible dañar a nadie, aunque seamos capaces de las atrocidades más inenarrables. En el reino donde conviven en igualdad de condiciones HR Giger, HP Lopvecraft, Celtic Frost, Antonio Zepeda, Jorge Reyes, elfos, dragones, nigromantes, criaturas y memorias, ahí, el pánico es la bebida de predilección. Una buena manera de saberse vivo es acercarse al abismo, sentir el ansia de la existencia, derretirse ante la incertidumbre del dolor, arrancarse la piel para quitarse el hormigueo de lo desconocido, y luego abrir los ojos.

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